Aún no recuerdo si había alguien en casa. Yo estaba en el comedor sentada al lado de
la puerta que estaba abierta de par en par. La puerta daba al patio y la reja estaba
cerrada pero se podían ver muy bien a P y C del otro lado. Mis perros,
grandotes, descansaban uno medio encima del otro con la mirada perdida.
Yo estaba tratando de adivinar cómo se podían sentir, observándolos minuciosamente,
descifrándolos. P estaba acurrucado muy encima de C y tenía la mirada triste
con dos lagañitas blancas, una en cada ojo. Recuerdo que esa mirada fue todo lo que
necesité para avivarme: C se iba a morir.
Respiré profundo y conteniendo cada lágrima que quería salir por mis ojos la miré y
comencé a hablarle. “Acá estoy, siempre voy a estar.” C me miraba y de vez en
cuando hacía ese ruidito finito que hacen los perros cuando quieren un mimo. “Yo te
acompaño, sé que muchas veces no te doy bola, te pido perdón.” ¡Qué mal me ponía
saber que siempre estuvo ahí y yo no le jugaba ni un rato! “También por no cambiarte
el agua cuando veo que ya está verde. Perdón, perdón, perdón.” Ya no me aguanté, y
las lágrimas comenzaron a correr por mi cara. Saqué los brazos a través de la reja
para tocarle la pata. Hizo el gesto de dármela, era lo único que papá le había
enseñado a hacer: dar la pata. “Perdón por esta familia, todos tenemos muchas cosas
y a veces nos olvidamos.” La perra no se inmutaba, estaba ¿enojada? “Te queremos,
juro que te queremos. Vos sabés que mamá y papá trabajan mucho, ¡es que tu
alimento sale muy caro!” Somos muchos y ninguno le da bola, pensé. “Dale C,
sos fuerte, tenés que aguantar, ¿qué va a hacer P sin vos? Sos como su mamá, no
te podés ir.” De repente ya no eran lágrimas, sino un llanto y unas ganas de gritar
desconsoladamente. Algo llegó a salir, pero rápidamente lo enmudecí. Respiré
profundo y lo controlé, aunque tarde porque el agujero estaba ahí y yo estaba segura
que se quedaría por mucho tiempo. C me miraba pero ningún gesto me sabía a
respuesta, ¿estaría tan enferma que no me entiende? Escuché ruidos de mamá
saliendo del baño, o de mi hermana, o de la señora que nos cuidaba, o no sé. Alguien
más estaba ahí y yo, no me daba cuenta.
Pasaron 4 años hasta que C se murió, y su muerte, la que recuerdo, no fue tan
dolorosa como la había imaginado. Quizás ya había hecho el duelo durante todo ese
tiempo. Lo cierto es que en esos cuatro años vivió una mudanza, la pérdida de un
gato, el encuentro con uno nuevo, un jardín lleno de pasto pero sin árboles y la pérdida
de nuestro interés, porque yo, que era la más chica de mis hermanos había entrado en
la adolescencia. Etapa poco sencilla para muchos, y para mí, un verdadero desastre.
El sol pegaba fuerte un mediodía de enero en un balneario de la costa argentina. La playa
estaba bastante desierta, debía ser el calor, que se tornaba muy sofocante en esa
época del año. El agua helada tocaba mis pies y se alejaba. Ese comportamiento me
mantenía tranquila, ya que en esos tiempos todo lo que llegaba y se iba rápidamente
de mí, me dejaba en paz. No tenía ánimo para que se quedaran conmigo, ni las cosas,
ni las personas, ni los kilos. Pesaba cuarenta y nueve kilos con 300 gramos.
Suficientes para que me pesaran, pero insuficientes para llevar la vida que quería
llevar cualquier adolescente.
También estaba papá, metiendo sus pies en la orilla del mar. No sé si él estaba tan
contento con el comportamiento del agua, tampoco conmigo. Charlábamos sin hacer
contacto visual alguno. Desde que se habían empezado a notar mis huesos la gente
se rehusaba a mirarme mucho. Y a mí, eso me daba comodidad. Era una especie de
estrategia para evitar que se quedasen demasiado. Me hablaba del calor, de las
vacaciones, de los pájaros, un tema menos importante que el otro. Supongo que
hablar aunque sea de cualquier banalidad lo hacía sentirse cercano ante una hija que
no paraba de marcar distancias. Distancias que no eran sólo con él, la realidad es que
no podía tolerar ningún acercamiento, y en especial el suyo o el de mamá me parecían
completamente falsos y poco interesados. Durante todo el veraneo, había siempre un hueco del día en que coincidíamos en la orilla del mar, esa sutil frontera donde es
difícil divisar si se está adentro o afuera. Ahí estábamos los dos. Así se daban los
momentos de padre e hija, los únicos en los que establecíamos algún tipo de contacto.
“Sabes que nos preocupamos, ¿no?” Me dijo al pasar, y yo sabía que se venía la
charla de los sentimientos, a la cual no podía responder más que con silencio, como
Candy ante mi llanto desconsolado. Odiaba que me hablase de sus preocupaciones
como algo que me involucraba, y más odiaba que a mí, sus preocupaciones me
llegaban en forma de reproches y reclamos que sólo hacían que la coraza se me
hiciera más y más dura. “Mamá no te dice nada porque se angustia. No es fácil para
ella, –continuó, mientras miraba sus pies apoyados en la arena – vos sabés cómo es”
Terminó diciendo y yo, decidí abandonar mi mirada perdida para localizar sus ojos. No
tenían ni un dejo de amor, o al menos, no lograba divisarlo por más empeño que le
pusiera. Éramos dos extraños en la frontera. Obviamente me mantuve en silencio, ese
que me caracterizaba en aquella época, y empecé a caminar para un lado y el otro de
la orilla contando para mis adentros cuántos pasos daba. El agua me llegaba a las
rodillas. Papá me seguía el ritmo y también, llenaba el silencio. Podíamos estar
alrededor de una hora en ese juego en el que él intentaba acercarse, y yo contaba las
calorías que quemaba del ejercicio de la caminata. Contar las calorías era un modo de
morderme la lengua para no decirle todo lo que tenía atragantado. Había aprendido
con el correr del tiempo que enfrascar mi sentir hacía todo menos doloroso. Lo cierto
es que mamá no estaba allí, y aunque el me acompañara en la caminata no había
palabra ni presencia que fundara un encuentro. Yo ya no era más esa niña de los
perros que pretendía justificar su falta de interés y sus ausencias. Era papá quien
ahora hablaba para dar(se) una explicación y para intentar un acercamiento. Era él
quien se asomaba tras la reja para tocarme el brazo.
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