El padre que no está pero que marca cada cosa que haces, cada relación que tienes y el mismo amor que aceptas y das. A través de un cuento de ficción, la psicoanalista Magali contreras -en el marco del Club de lectura y escritura de La mala mamá podcast– explora cómo ese amor y desamor paterno deja huellas en lo que somos.
Las huellas de un padre.
Lo primero fue la luz. Su rostro se veía borroso, pero ese aura a su alrededor era todo lo que me hacía feliz. Luego llegó la voz, con un ritmo que sincronizaba con mi respiración. Él era lo mejor. Así lo recordaba, en esos tonos brillosos y con luces mágicas. Ese color tenía mi felicidad cuando era niña, y llevaba su nombre: Papá.
Aunque su música resuene poco en mi memoria, recuerdo esperar ansiosa cada mes el concierto, y no perderme ninguna función. Ahora sé que la inasistencia no tenía que ver con mis ganas sino con los deberes bien hechos de mamá, que no podía negarse a nada que viniera de sus órdenes. En casa, y también afuera, reinaba su palabra. Y sus palabras llegaban a mí en forma de cuentos e historias fascinantes, que me contaba por las noches. No importaba la hora, la cuestión era esperar a que llegara el momento. Una historia o muchas, según sus ganas y yo escuchaba fascinada, como cuando lo escuchaba cantar en el escenario.
¿Es posible vivir de historias? Quizás sean suficientes en la infancia, no lo sé. Quizás fueron el medio para poder querernos, o mejor dicho, sentirme querida.
Tuvieron que pasar unos cuantos años para que pudiera percatarme de que una canción no podía llenar los agujeros de su ausencia. O que sus historias no calmaban el llanto que me inundaba cuando lo esperaba en cada acto del colegio y no llegaba. Tampoco cubrían el almuerzo de los sábados y ni siquiera el de los domingos. Hay agujeros que no se pueden tapar con nada.
Fue ya de más grande en terapia, revisando mis modos de relacionarme con los hombres que descubrí que me había alimentado de ficciones por mucho tiempo. Pareciera que bastaban unas lindas palabras o unas cuantas promesas para que yo los mirara con esos ojos de la niña que fui. ¿Acaso las historias, los cuentos, los “vivieron felices para siempre” se vuelven realidad?
Relaciones que no iban a ningún lado e ideales que caían del precipicio. Me sucedía una y otra vez con cada hombre que se atrevía a pintarme un lindo futuro -sí, lo lindo siempre vendría más adelante- porque el presente era solitario y hostil.
Llegué a terapia por relaciones frustradas, o por sentirme una frustrada, el límite no era tan claro. Lo claro era, que todas las historias terminaban con su nombre: Papá, el hombre de todos mis tiempos.
¿Qué es esta marca del amor? ¿Qué es esto que me pusiste con tu poco tiempo, con tus pocas ganas, con tu narcisismo? ¿Cómo me saco toda esta mierda? Estas preguntas, y muchas más, surgieron en terapia.
Así fue que conocí a María Clara, una mujer joven, recomendada por una amiga de la infancia.
—Andá y probá con ella boluda, algo te va a ayudar —recuerdo que me dijo. Y tenía razón. Me la pasé hablando de mi padre no una sino cientos de sesiones. Y descubrí, con el tiempo, que eso no era lo más difícil; lo verdaderamente complicado era ubicar a las mujeres en toda esta historia, y por ende, a mí.
Era un día soleado y estaba yendo (tarde) a mi analista. Recuerdo tocar el timbre y que al cabo de unos minutos, salió ella de tacos y maquillada.
—Hola, pensé que no ibas a venir —dijo— pero sólo se te hizo tarde.
Yo, que nunca me pongo tacos para andar a la tarde, pensé “como si me estuvieras esperando” y me sonreí.
—¿De qué te reís? —me dijo, y se notaba que era forzado, como sus tacos, como su maquillaje.
Continuamos con ese tipo de conversación durante todo el ingreso al edificio. Recuerdo volver a pensar para mis adentros “no sólo te hago esperar, sino que también te oculto lo que pienso como se le oculta a una niña”. Y ahí, en ese instante se me llenaron los ojos de lágrimas que sólo pude contener hasta que me recosté en el diván.
—Puta, te odio. Simplemente te odio porque sacás todo esto que hay en mí. Desde que toqué el timbre y te vi, te odié como odio a todas las mujeres que seducían a mi padre. A todas y, en especial, a mi madre, que sonreía ante cada estupidez que decía él, incluso cuando la hacía esperar y se le enfriaba la comida. Incluso, cuando llegaba tarde, y le hacía tirar esa comida porque estaba fría.
Y así, en una sesión que parecía interminable terminé hablando de cómo lo quería, de cómo deseaba verlo y de cómo una y otra vez me engañaba para que, luego de ausentarse tanto, volviera a quererlo. Como si las ausencias nos hicieran querer menos. Hombres, promesas, engaños y esperas, de todo eso podría tratarse la historia de mi vida. Al menos la que llevaba escribiendo sentimentalmente hasta que hice terapia, y probablemente otras cosas más, a las que aún no he podido nombrar. Esa vez, María Clara se atrevió a lanzarme una pregunta:
—¿Acaso se deja de amar a un padre? —dijo y terminó la sesión.
No recuerdo cuántos días pasaron de ese encuentro hasta que lo vi a Rafa, pero estoy segura que no habían sido más de siete. Yo venía de una semana de mucho movimiento emocional y bastante estancada laboralmente, lo que hacía que los días se me fueran de los dedos como agua. Estábamos acostados luego de un buen sexo y el se levantó para ducharse. Yo seguía medio dormida, aunque no lo suficiente porque escuché la vibración del celular. Una, dos, tres veces. Me contuve. Cuatro, cinco, seis. No resistí y miré de reojo. Era Mariela y decía: tres puntos suspensivos, corazón rojo. Fue más que suficiente para pegar un salto de la cama y agarrarle el celular.
Sí, Mariela, Martina, Carla, dan igual sus nombres. Siempre hay otra. O mejor dicho, siempre soy yo la otra. Siempre me encuentro hombres que ya están casados o que están por ser padres. A veces me pregunto si soy yo la estúpida que se encuentra formando triángulos imposibles o, si estos futuros padres (porque los casados están siempre con ese plan, también) se mueren del miedo de la “transformación” y salen corriendo a buscar aventuras. “Transformación”, así le habíamos puesto con Rafa cuando una noche, luego de casi dos botellas de vino me dijo “Lu, voy a ser papá”. Y así se sumaba a mi lista de tiempo perdido, de tiempo muerto. Así, Rafa se volvía uno más con el que no pasaría otra cosa más que unas buenas charlas y magnífico sexo.
—¿Qué hacés, Lu? —me dijo Rafa que en algún momento, quien había salido del baño sin que me diera cuenta. Me miraba, esperando. Y yo ya no supe, y creo que aún no sé, qué hago siendo la otra. Y entonces me vestí en silencio y me fui. Rafa no me vio más. Y yo tampoco me encontré por un largo tiempo.
Comments